A las mujeres les cuesta ser infieles

Se lo llevó todo- exclamaba mientras se torcía la nariz con el celular empuñado en la mano izquierda. Y es que las lágrimas no pudieron salir hasta que se dió cuenta, que lo dejó todo, prácticamente le pagó la bencina del auto al otro maricón que ayudó a robarle la casa.
No lo podía creer, porque él le había prometido hacerla feliz. Ella se iría con él, y con la plata de su marido vivirían bien los dos juntos, en una casa del gobierno, por allá por San Miguel. Anita si bien orgullosa, estaba necesitada, así que no dudó en meterse con el tipo que hacía la reja que su marido mandó a hacer para la piscina, para que las niñitas no se fueran a ahogar en el verano.
Anita algo apenada, desilusionada y sintiéndose ridícula, sentada en la alfombra de su pieza, observando los cajones en el suelo, algunos cables desparramados, la caja azul del Banco Chile sin los cheques ni las tarjetas, la casa entera vacía salvo algunos muebles y cosas efímeras. Sentía sus cosas, sus ilusiones que se iban con él camino a un galpón cerca del Bío-Bío.
En la pieza seguía el olor potente a disco quemado de perfil angular, a olor a hombre joven caliente. No lo podía odiar, no le convenía acusarle a los pacos. En parte le seguía deseando. Desde la ventana miró la reja soldada hasta la mitad, la pensó poco: agarró la Mastercard de su cartera y partió a comprar lo que él se llevó, para reponer todo y lograr contentar a sus dos hombres.

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