Agua que pasas por mi casa

El perro me miraba y movía la cola. A ratos sacaba la lengua y respiraba jadeantemente seco. Está viejo, pero sigue como si fuera un cachorro.
El perro podía mover todo el cuerpo, pero sus ojos se quedaban intactos mirándome. Ya iba por mi tercer vaso de agua y él no me dejaba de observar. De pie en el lavaplatos, mirando por la cocina hacia el patio, yo y el perro teníamos una escena perfecta para fotografiar. Pero sólo quería drogarme.
Respiraba hondo y me tapaba la nariz. Luego de estar casi asfixiado, me bebía un vaso de agua entero hasta acabarlo. El sacrilegio es exquisito. Mejor que beber alcohol y borrarse. Mejor que la marihuana. Mejor que el tabaco. Drogarse con agua es algo mágico, dañino, obsesivo, sano, neutro, breve. Por lo corto del efecto, al menos esa tarde en la cocina me bebí 7 vasos en un lapso de quince minutos. Al octavo ya estaba lo suficientemente drogado, mojado e ido de lo que es normal en estas clases de aberraciones cotidianas. Cuando me fui a tapar la nariz, el perro que seguía mirándome comenzó a hablarme en lengua extraña. Lengua de perro quizás, pero me hablaba. De la impresión se me cayó el vaso, y luego el perro quizo lanzarse hacia a mí, y entre tanto y tanto, las piernas se me volvieron débiles, la cabeza liviana y la columna inexistente. Fue exquisito sentirse en nirvana.
Ahí en el suelo, el perro se dio la vuelta y abrió la puerta que da al patio, entró a la casa, y estuvo lamiéndome la cara al menos media hora, mientras trataba de recuperarme del desmayo, correrlo a él, y alcanzar los cigarrillos que estaban en la mesada.-

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