Hideaway


Despertó en el piso de la cocina, rodeado de chicles mascados y trozos de limón, jeringas y puchos, vasos quebrándose y un estribillo pegajoso que sonaba con fuerza. Desconcertado, se quiso levantar y no pudo, porque su cabeza pesaba una tonelada, pero no le dolía. En realidad no se sentía, pero el tacto y los colores se encontraban lejanos, como si no fuesen de él. Y su percepción iba y venía y todo a eye fish, estilo cámara de seguridad. Y en sus oídos se escuchaba un organillo repetitivo y chillón, de iglesia, de funeral y no de matrimonio y un inglés que le gritaba because we are your friends y lo mareaba más y más.
Se cayó varias veces y en muchas se resignó, como cuando se quema una ampolleta y explota en mil pedazos. Las horas pasaban, porque el minutero sonaba cada vez con más intensidad. Y el vómito surgió, el lamento y el miedo a morir llegaron a su cabeza en un momento.
Tratando de recordar lo que había ocurrido con él, se da cuenta que en su delgada muñeca no se encontraba su brillante reloj de plástico que compró en uno de esos viajes al sudeste asiático, buscando la droga en algún país que la ofrecía hasta en los restaurantes. Ya no importaba él, importaba sólo su reloj de pulsera, algo extravagante y quizás bizarro, pero suyo.
Caminó desesperado buscando su accesorio y a alguien que lo ayudase a recordar lo ocurrido, pero la casa estaba vacía y desordenada. Se observaba en la ventana que el día comenzaría, el tungsteno incandescente ya estaba por morir en cualquier momento: los jornaleros y escolares estarían listos, pero no dispuestos, a iniciar una nueva semana más.
Manoseando entre muebles y cajones encontró fotos de su infancia, cartas de su familia y una imagen de la virgen de Andacollo que le decía no al libertinaje, estilo de vida al cual estaba acostumbrado y hasta se había hecho aficionado.
En su mente recordó sus años de escolar, cuando su mamá lo despertaba, lo llevaba al colegio y le compraba esos queques rellenos que tanto le gustaban y no como ahora, viviendo en un departamento solo y asustado y desesperado por su vida que él mismo puso en riesgo. A causa del miedo, se hincó en el piso y rezó y la virgen le miraba y él seguía rezando para que el tiempo pasase rápido, para que despertase de esta pesadilla que estaba viviendo. Y la virgen le gritaba palabras hirientes y la locura se apoderó de su cabeza.

Temblando, se dirigió al baño a lavarse la cara y al entrar vio de manera fugaz la cara de todos sus ex amigotes y a Martín, maquillándose con su lápiz labial de cien pesos, encrespándose sus cortas pestañas y tirando besos a todas partes. Y su voz chillona y su imitación económica de una señorita le provocaron asco. Su espalda se volvió fría y Ferdinando decidió golpearlo, pero desapareció, aunque su aroma a medicamentos seguía en el ambiente.
Y Martín comenzó a reírse de Ferdinando, de su capacidad de volcarse fácilmente, de lo liviano que él era, de su gusto mórbido hacia la carne y esos elementos de sexo sin argumento. Las risas se convirtieron en carcajadas y su rostro comenzó a cederse a ellas y Ferdinando se desvaneció en un hilo delgado y perdió el control de sus acciones; las toallas y los envases de productos comenzaron a flotar por inercia y él sentía que algo lo trataba de levantar, pero no podía.
Su garganta se contrajo y las lágrimas dejaron de brotar por sus ojos, y se convirtieron en un río que corría tormentosamente por su paladar, ahogándolo de apoco.
Sumergió su cara en el lavatorio rebalsado de agua y cuando levantó la cabeza observó el reflejo de la puerta en el espejo, la cual tenía escrita un mensaje en mayúsculas que decía “Maldito Infeliz”, con el labial barato de Martín. Su corazón se volvió agua y comenzó a golpear su estómago, sentía que se le caería en cualquier momento.
De pronto, Ferdinando vio que sobre el piso húmedo se comenzó a formar una larga y gruesa mancha de sangre que se dirigía hacia su tina. Luego, ésa mancha se había magnificado, marcando azulejos, cortinas y espejos. Desde el vidrio de la mampara trascendía una poza purpúrea que chorreaba sangre para todos lados, como si se tratasen de los tentáculos de un pulpo.
Indeciso y nervioso, sacó un cigarrillo de su cajetilla y lo encendió velozmente, buscando la forma de abrir la mampara sin impactar su percepción de la realidad, mellada ya, con tantos sucesos que él no comprendía y que provocaron una macedonia de neuronas mal amalgamadas. Su cigarrillo se consumió, quemando sus largos dedos manchados en sangre, su pecho se contrajo.
Tragando en seco, se decidió a abrir la mampara y de séquito encontró su reloj en su muñeca, el lápiz labial de Martín derretido en su polera y su cráneo abierto por la grifería de la tina.

2 comentarios:

Unknown dijo...

:D
Ese cuento es so seco.
Pero.. como qe ahora es diferente.. lo recuerdo de otra manera, igual es cool. xd
asasassdasdsd Nacha :)

Adriano Nicolás González Hidalgo dijo...

weón.... una d las weás que tengo presentes en mi vida es no subirle el ego a nadie, pero esta weá es la raja

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